Comenzando por datos objetivos: han pasado dos años, hemos vivido una pandemia que nos obligó a todos a parar un ritmo de vida que, aunque en muchas ocasiones he rechazado, acabé por valorar un poco más hasta echarlo de menos. Sin embargo, en ese marzo de 2020 a ratos habría jurado que aquella vida se detenía para acompañarme, porque el parón ya estaba en mi por aquel entonces. Te das cuenta de que tu motivación durante años termina por no ser lo esperado. Sigues teniendo esa sensación de lo que parece ser atracción por la tristeza (aunque quizá esa afirmación sea demasiado injusta para mi, y es más probable que se trate de un bucle que efectivamente no te gusta, pero es a lo que te has acostumbrado). Por tanto no eres capaz de situarte. No te encuentras a nivel de aspiraciones, tampoco en tus relaciones ni a nivel emocional. Asfixia la sensación de que todo está siendo demasiado igual porque quizá te habías creado demasiadas expectativas. Pero a la vez nada es como antes porque todo cambia, y el tiempo ni perdona ni se detiene. Y eso también ahoga. ¿Qué se debe hacer entonces? ¿Cómo se sale de tanta incertidumbre y oscuridad? Pues sí, parando. Y por desgracia pero, reconozco que suerte para mi, no nos quedaron otros cojones.
Y así es como acabé dejándolo todo para aprender a estar conmigo misma. Para empezar a reconciliarme con esas cosas que me habían estado haciendo mantenerme en aquella espiral de sufrimiento. Esos temas aún me dan los buenos días casi todas las mañanas, pero con mucha educación y una cantidad de paciencia que aún no sé como logro sacar, les digo que no voy a prestarles atención. Que sé que están ahí. Que a veces debo hablar con ellos para encontrar el sentido a mis emociones, o para recordarme por qué no quiero que vuelvan a protagonizar mi vida. También que sé que es muy probable que me acompañen siempre. Pero que ya no quiero llevarlas de la mano. Ya no quiero que caminen por delante de mi, siendo las guías del trayecto. Ahora yo estoy por encima, intentando que no me condicionen. Y cuando sucede, también trato de no odiarme por ello. Y sólo con eso, respiro. Porque todo el esfuerzo empleado en tratarnos con cariño nunca es en vano. Es más, es el mejor trabajo (y claro, el más difícil) con el que nos encontramos en nuestro transcurso vital. Porque la adversidad está ahí. Las desgracias siguen sucediendo fuera, las complicaciones continúan apareciendo y los días malos también. Así que toca aprender a cuidarse si queremos que esto no nos arrastre. Y lo siento, pero una de las conclusiones a las que he llegado es que no es necesaria ninguna pandemia para que todo se joda. Si no nos tratamos como se debe, con las pequeñas decisiones diarias también se puede construir mucho dolor. No seamos nuestra propia barrera.
Así que hoy saludo a aquella chica que se abrazaba a su tristeza. Le digo que no la culpo, porque la entiendo aunque parezca contradictorio decirlo desde mi posición actual, en la que me niego a seguir escribiéndole a la soledad como si fuese mi única compañía. Desde la reconstrucción de mi vida, mis conductas destructivas y aspiraciones, entre otras muchas cosas, he ido quedándome con muchas cosas que me han hecho crear una colección considerable de lecciones y aprendizajes. No por ello todas mis reflexiones son positivas, ni consigo ser resolutiva con todas mis dificultades. Ojalá. Pero sé que siempre hay otra oportunidad. Que el sol vuelve a salir. Que mola mucho reírse, equivocarse, perder el control, y también saber llevarlo si es lo que necesitas. Me quedo con que, por mucho que me pese y desearía que no fuese así, igual que se han esfumado estos dos años, pasarán otros dos y luego otros muchos. Nunca volveré a ser tan joven como en este instante. Pero seguiré usando esta cruda realidad para no perderme ni una sola experiencia.
Creo que nunca se deja de aprender a quererse y a vivir. Eso también me frustra, probablemente desde el deseo de inmediatez y el miedo a pasarlo mal. Pero no es lo mismo seguir caminando por inercia y a desgana, que con intención.
Jamás seré de esas personas que dicen cosas tipo "hay que agradecer a aquella ostia de la vida que me hiciese más fuerte" porque nadie se merece pasar por ciertas cosas, y mucho menos tener que estar agradecido aún encima. Pero sí que admito que ese pozo que durante tanto tiempo ha sido algo así como un hogar, aquel tocar fondo, me ha obligado a tener que reconstruirme permitiéndome así generar la autoestima por la que hoy lucho cada día. Para seguir aprendiendo a anteponerme y priorizarme, a marcar límites, a no responsabilizarme de decisiones ajenas, a valorarme más allá de la superficialidad que puedo ofrecer a los demás.
Poco a poco todo va volviendo a la normalidad. Tanto fuera como dentro de mi. Las secuelas son evidentes pero también las ganas de recuperar el tiempo perdido. Y no sé mañana, porque también pongo empeño en aceptar que nada es permanente y por tanto mi ánimo tampoco. Pero hoy tengo muchas ganas de vivir.
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