lunes, 16 de diciembre de 2019

jaula

Con los pies apoyados en el techo abuhardillado, cierro los ojos y puedo confirmar que me encuentro en lo cierto. He memorizado ya cada centímetro de estas paredes que ya no sostienen, ni cobijan, o protegen. Sino que parecen estar hechas con el único fin de encerrar. Parecen haber perdido cualquier recuerdo, por pequeño que sea, de un tiempo en las que las deseé con ansia. Mi espacio. Mi trocito de libertad dentro de cuatro muros. Y sin embargo, ahora solo me da la sensación de estar tumbada en una cama colocada estratégicamente en una de las esquinas de una jaula que me mantiene incomunicada con el exterior.

Desde aquí, a veces incluso puedo escuchar risas fugaces de niños que mañana habrán perdido su inocencia, llantos camuflados en el silencio de los ancianos que pasean por el barrio extrañando la compañía de quien durante tantas noches durmió a su lado. Motores de coches. Sirenas de la policía y ambulancias que casi siempre, contra lo que muchos esperarían, me suenan más a esperanza que el atronador vacío que aquí dentro se oye. No aclararé si hablo de estas paredes o de lo que guardo en mi interior. (No porque no quiera, es porque no podría.)

Y con la misma desesperación con la que compruebo como con el paso de los años, estos muros de falso ladrillo y color rosa se han tornado en barrotes de olor a cárcel y aislamiento, sin saber muy bien como he llegado a tal punto, me pregunto si algún día seré capaz de volver a escribir sobre algo que no lleve implícita la palabra

tristeza

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