Últimamente creo en muy pocas cosas.
Me da vértigo la esencia cambiante que tiene cada rincón de esta realidad que supone estar vivo. La unidireccionalidad a la que, irremediablemente, estamos condenados a pesar de haber crecido empleando términos como "pasado", "recuperar", "revivir", "recordar", "volver"...
Nunca se vuelve.
A veces tengo miedo del retorno, pero mucho más me aterra saber en el fondo que esa capacidad es imposible poseerla. Hay noches que una empapa la almohada ahogada en el llanto de esa niña asustada que de vez en cuando se vuelve a asomar para hacer que te preguntes si es que nunca se irá del todo. Si la oscuridad nunca se esfuma por completo. Si quizá si que te habías despedido hace tiempo de aquella versión pero resulta que últimamente los pasos han girado en dirección a su reencuentro. Pero acabas por llorar aún más porque realmente no hay opción de retroceso cuando el tiempo sencillamente, sigue avanzando.
Creo que simplemente el dolor cambia de forma. La tristeza tiene complejo de montaña rusa, y las dificultades nunca dejan de acechar, sólo que en ocasiones dejan más espacio compartido con la luz que en otras en las que quieren acapararlo todo.
¿Seré entonces siempre un cuerpo inundado por la angustia? No. Es tan erróneo como creer que sigue existiendo en mi interior cualquier otro matiz de un tiempo anterior. Ya no soy una niña atemorizada, porque no puedo serlo. Como no puedo ser la niña llena de vitalidad y sin complejos que un día fui ni aunque quisiera.
He estado en una continua huida. Participando en una carrera donde creía que el premio era llegar antes a la meta. Pero sólo estaba corriendo en automático llevando en mis bolsillos una inscripción que nunca llegué a firmar. Y aquí seguimos, avanzando. A pesar de que me gustaría dejar de ir hacia delante. Parar. Descansar. Arrodillarme si es necesario para rogarle al tiempo una prórroga. Darle tregua a estas pobres piernas agotadas de no ir hacia ningún lugar. Que sólo andan por inercia aunque no haya sido capaz de verlo hasta ahora.
Es por eso que estoy dejando de creer en tantas cosas siendo conocedora de que nada tiene garantía.
He vivido con la actitud de quien tiene garantizadas todas las oportunidades que quiera. Con la sensación de que podría comerme el mundo, volar alto. Y puede que en algunos casos llegue a lograrse, pero siempre, siempre, siempre, al final espera una caída. Una última oportunidad. Las opciones de agotan.
La certeza es una ilusión. La planificación, una falsa sensación de control en lo impredecible del contexto vital.
Y la confianza... un recurso que en mi interior se exhibe como inagotable. Pero que cuando decide tambalearse, la duda genera el mismo caos que un seísmo de nivel no se cuanto. Sin embargo, aunque a veces parezca ponerlo todo patas arriba, aunque a veces penda de un hilo, rezo con los ojos cerrados para que nunca me abandone. Porque de todas las sensaciones, pensamientos y emociones que habitan en mi, es la única que puede salvarme de esa incertidumbre que resulta la vida. De ese terror a los finales, a la falsa palabra, a lo efímero de la euforia y el calor, a la despedida del tacto y la saliva, a las realidades que nunca viviré. Confiar posee la mayor utilidad, porque es pensar en que de algún modo, por complicado que parezca, por desesperanzadora que sea la situación presente, todo se acabará colocando. Puede que no bien. O quizá sí. Pero se hallará un nuevo espacio que ocupar. Por ello ante el sentimiento de asfixia es mejor agarrarse a la posibilidad de encontrar una promesa que no se queda en la frase que mejor suena como si el contenido careciese de valor o repercusión. De encontrar un poco de paz en la propia compañía que algunos días llega a pesar tanto que te empuja a creer que es la única que conocerás realmente. De visualizar una tregua para las cosas feas que acaban apareciendo en algún momento, vaya.
Ojalá pudiese saber si a esta capacidad se le agotarán las existencias para estar preparada. Pero no lo sé.
Hoy no saco conclusiones. Sólo grita en mi el deseo de que la esperanza siempre esté por encima de los miedos, la valentía sobre lo difuso del futuro. Así que alejándome de lecciones de moral, de aprendizajes trascendentales, ahora simplemente soy una chica de 22 años que ha vivido tanto que no quiere que acabe nunca. Que quiere seguir sintiendo todo lo que este universo le puede ofrecer porque es consciente de que aún queda demasiado que experimentar pero a la vez lo rechaza porque eso significa seguir recorriendo una línea que no da acceso a un punto de retorno, o al menos una pequeña pausa. Ni tampoco un antídoto para el sufrimiento que lo bueno suele traer de la mano.
Así que ya que todo sigue girando, que del dolor no se puede escapar, por favor, que venga a mi el amor de verdad. Que venga la amistad que te hace abrirte en canal y reír como si no existiese otra posibilidad. Que entre en mi la emoción en su forma más plena. Quiero conocer, quiero ampliar, respirar profundamente y seguir, quiero subir escalones que continúen demostrándome que soy capaz.
Pero ante todo quiero dejar que el miedo a no vivir esto termine, por paradójico que sea, impidiéndome ir a buscarlo.
Mi lucha contra la levedad del ser quizá sea precisamente dejarme ser.